lunes, 1 de noviembre de 2010
martes, 19 de octubre de 2010
edificio imaginario no. 4
En una versión contemporánda de la "arquitectura parlante" de los humanistas franceses del XVIII, nuestro cuarto edificio habla, ¡y vaya si es elocuente! Sin embargo, antes que evidenciar su utilidad práctica a través de una forma que la indique, su gracia consiste en haber aprendido a decir las cosas en un lenguaje nuevo, que hacía falta hacía mucho tiempo.
Como en Babel y su altísima torre, hubo un momento en el que la certeza de una especie de lengua adánica, representada por un principio de orden importante, se diluyó en medio del interés por anteponer la función como guía del proyecto. No fue suficiente, empero, el uso como mensaje, y durante un siglo soportamos la aparición de eficicios cada vez más mudos, ciudades cada vez menos conversadoras.
Tras la caida de la torre, vino la confusión. Algunos optaron por la ventriloquia, y asumieron que tomando voces prestadas podían presentar sus obras como los famosos muñecos de quijada floja y ojos generalmente desorbitados. Otros se sumergierion en las profundidades de la lengua muerta, y aprendieron el difícil arte de la comunicación críptica, del mensaje autónomo y circular.
Entre los edificios mudos, incapaces por uno y otro medio de decir lo que tienen que decir, aparece entonces esta obra maestra, que logra constiutirse en signficado pleno en y por sí misma, revolucionando el lenguaje artquitectónico con una nueva propuesta de orden, que supera función, realismo, racionalismo, y se establece en el presente con un discurso claro que amablemente parece proponernos una nueva conversación. Mas que imaginario, es este el edificio necesario.
lunes, 6 de septiembre de 2010
redes
Una de las más claras reflexiones que he leído recientemente sobre el tema de la red, las conexiones que establecemos en ella (networking) y los portales dedicados a la construcción de vínculos sociales virtuales, es del siempre brillante Juan Gabriel Vásquez, que cada semana nos sorprende con una buena idea y una sólida reflexión en las páginas editoriales de la prensa colombiana. Sin mas, queda pues esta aguda mirada:
***
La música ambiental de nuestras vidas
Por: Juan Gabriel Vásquez (publicado en El Espectador, 3 de septiembre de 2010)
El martes pasado, en la Universidad Autónoma de Bucaramanga, un estudiante me preguntó (así, sin anestesia) qué opinaba yo de las redes sociales.
Yo había pensado hasta ahora que esas cuestiones no surgían entre los seres humanos de última generación: que los nacidos en el mundo Facebook veían las redes sociales como una parte natural de su paisaje, y las preguntas sobre estas nuevas maneras de comunicarnos, sobre cómo nos cambian y qué novedades nos traen sobre nosotros mismos, venían siempre de fuera, de los profanos o los escépticos. La pregunta de ese estudiante me demostró que la cosa no es tan así. Y pensé: todavía hay esperanza.
Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes. Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto. Está mal visto decir, por ejemplo, que las redes sociales tienen un lado claramente pueril: ver a cuarentones mandar mensajitos que dicen “quiero ser tu amigo” me parece, más que conmovedor, preocupante. Está mal visto decir que las redes sociales, más que informarnos de lo que hacen los demás, están hechas para que los demás sepan lo que estoy haciendo yo: hay en eso una especie de ansiedad por estar todo el tiempo a la vista, por exhibirse y ser examinados, que se acerca demasiado al narcisismo. Sentimos que sólo existimos mientras los demás nos den prueba de ello: los Twitters y los Facebooks y los como-se-llamen son sólo intentos desesperados por no desaparecer: estoy aquí, también existo, no se olviden de mí.
Es un miedo atávico: el miedo a ser excluidos del grupo, el gregario miedo a estar únicamente con nosotros mismos. Las redes sociales son la manera más sofisticada que hemos inventado de paliar ese miedo, o de desterrarlo de nuestra rutina diaria. Lo cual no es de sorprenderse en una sociedad que le ha declarado la guerra a la soledad, donde los solitarios son señalados con el dedo y se trata por todos los medios de devolverlos al redil que sea, el de la religión, el del partido, el del gremio, el de los fans de cualquier cosa: fans de Obama, fans de Larissa Riquelme, fans de las aceitunas con anchoa. Sólo haciendo ruido constante nos sentimos vivos, sólo diciendo todo el tiempo quiénes somos, qué nos gusta, cómo estamos (felices, melancólicos). Eso necesitamos: el ruido, el ruido de nuestras vidas.
Y ésa es otra guerra contemporánea: la guerra al silencio. La gente no se queda callada: guardar silencio es impensable, como si callarse un segundo fuera desaparecer, perder nuestra carta de identidad, que consiste en estar comunicándonos. Los celulares sobre la mesa, la búsqueda desesperada del wi-fi, los pulgares moviéndose frenéticamente, la ansiedad por volver a estar en línea lo antes posible (y decir algo sobre los demás, y ver lo que los demás han dicho de mí): estar incomunicado, estar en silencio, es nuestra mayor fuente de inquietud o de angustia o de franco desasosiego. No por nada somos el mundo de la música ambiental, la única de la historia que ha sido inventada deliberadamente para que nadie la escuche, compuesta para que uno no tenga la sensación de estar solo o en silencio. Y se me ocurre que tal vez las glorificadas redes sociales no sean más que eso: la música ambiental de nuestras vidas.
Por: Juan Gabriel Vásquez (publicado en El Espectador, 3 de septiembre de 2010)
El martes pasado, en la Universidad Autónoma de Bucaramanga, un estudiante me preguntó (así, sin anestesia) qué opinaba yo de las redes sociales.
Yo había pensado hasta ahora que esas cuestiones no surgían entre los seres humanos de última generación: que los nacidos en el mundo Facebook veían las redes sociales como una parte natural de su paisaje, y las preguntas sobre estas nuevas maneras de comunicarnos, sobre cómo nos cambian y qué novedades nos traen sobre nosotros mismos, venían siempre de fuera, de los profanos o los escépticos. La pregunta de ese estudiante me demostró que la cosa no es tan así. Y pensé: todavía hay esperanza.
Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes. Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto. Está mal visto decir, por ejemplo, que las redes sociales tienen un lado claramente pueril: ver a cuarentones mandar mensajitos que dicen “quiero ser tu amigo” me parece, más que conmovedor, preocupante. Está mal visto decir que las redes sociales, más que informarnos de lo que hacen los demás, están hechas para que los demás sepan lo que estoy haciendo yo: hay en eso una especie de ansiedad por estar todo el tiempo a la vista, por exhibirse y ser examinados, que se acerca demasiado al narcisismo. Sentimos que sólo existimos mientras los demás nos den prueba de ello: los Twitters y los Facebooks y los como-se-llamen son sólo intentos desesperados por no desaparecer: estoy aquí, también existo, no se olviden de mí.
Es un miedo atávico: el miedo a ser excluidos del grupo, el gregario miedo a estar únicamente con nosotros mismos. Las redes sociales son la manera más sofisticada que hemos inventado de paliar ese miedo, o de desterrarlo de nuestra rutina diaria. Lo cual no es de sorprenderse en una sociedad que le ha declarado la guerra a la soledad, donde los solitarios son señalados con el dedo y se trata por todos los medios de devolverlos al redil que sea, el de la religión, el del partido, el del gremio, el de los fans de cualquier cosa: fans de Obama, fans de Larissa Riquelme, fans de las aceitunas con anchoa. Sólo haciendo ruido constante nos sentimos vivos, sólo diciendo todo el tiempo quiénes somos, qué nos gusta, cómo estamos (felices, melancólicos). Eso necesitamos: el ruido, el ruido de nuestras vidas.
Y ésa es otra guerra contemporánea: la guerra al silencio. La gente no se queda callada: guardar silencio es impensable, como si callarse un segundo fuera desaparecer, perder nuestra carta de identidad, que consiste en estar comunicándonos. Los celulares sobre la mesa, la búsqueda desesperada del wi-fi, los pulgares moviéndose frenéticamente, la ansiedad por volver a estar en línea lo antes posible (y decir algo sobre los demás, y ver lo que los demás han dicho de mí): estar incomunicado, estar en silencio, es nuestra mayor fuente de inquietud o de angustia o de franco desasosiego. No por nada somos el mundo de la música ambiental, la única de la historia que ha sido inventada deliberadamente para que nadie la escuche, compuesta para que uno no tenga la sensación de estar solo o en silencio. Y se me ocurre que tal vez las glorificadas redes sociales no sean más que eso: la música ambiental de nuestras vidas.
lunes, 16 de agosto de 2010
domingo, 30 de mayo de 2010
Viento
Lo primero es moverse.
Aunque carece de forma, el viento mueve todo lo que tiene forma; y a través del movimiento de todo lo que tiene forma se percibe.
Al sentirlo, todo empieza a estremecerse por simpatía.
Alzan su voz hasta los agujeros más pequeños del cielo y de la tierra: los bambús, el agua, los quicios de las puertas lo acompañan con sus voces.
El polvo se arremolina, se agitan los árboles, tiemblan las casas y hasta los cables de la luz se ponen a vibrar.
El cielo y la tierra están envueltos en el viento.
Lo primero es moverse.
Aunque carece de forma, el viento mueve todo lo que tiene forma; y a través del movimiento de todo lo que tiene forma se percibe.
Al sentirlo, todo empieza a estremecerse por simpatía.
Alzan su voz hasta los agujeros más pequeños del cielo y de la tierra: los bambús, el agua, los quicios de las puertas lo acompañan con sus voces.
El polvo se arremolina, se agitan los árboles, tiemblan las casas y hasta los cables de la luz se ponen a vibrar.
El cielo y la tierra están envueltos en el viento.
Haruchika Noguchi (1964)
viernes, 28 de mayo de 2010
edificio imaginario no. 3
Desde el principio se ha asumido como una representación del mundo, y precisamente por eso, este edificio contiene un completo mostrario de la contradicción.
No es tan evidente como para reproducir el símbolo oriental del camino - aquella figura total que, subdividiendo un círculo, da cuenta de todas las polaridades del universo. Sin embargo, y como los antiguos bestiarios, incluye un catálogo infinito de minúsculas oposiciones que terminan por convertirse en una única y sólida construcción.
Lo áspero y lo liso, lo liviano y lo pesado, lo oscuro y lo iluminado, son solo algunas de las ideas presentes en este edificio. Algunas, digo, porque en él tienden a converger todas las diferencias, a operar juntas y a lograr, de en su infinita complejidad, la armonía.
El edificio sincrético es en realidad el edificio perfecto. Como una Babel ampliada, más que las lenguas, todo lo que es humano está presente en él. Y precisamente por ello, es el único edificio capaz de estar en todo.
miércoles, 5 de mayo de 2010
Hacia lo ideal, un paso tras otro,
y otro paso más.
La vida es divertida
y hasta el sufrimiento resulta placentero.
Lo nuevo paulatinamente se marchita,
los jóvenes envejecen día a día.
Si no ha dado sustento a su belleza,
si no posee algo que vivifique su vejez,
el hombre se extingue y desaparece.
y otro paso más.
La vida es divertida
y hasta el sufrimiento resulta placentero.
Lo nuevo paulatinamente se marchita,
los jóvenes envejecen día a día.
Si no ha dado sustento a su belleza,
si no posee algo que vivifique su vejez,
el hombre se extingue y desaparece.
Haruchika Noguchi (1964)
lunes, 3 de mayo de 2010
miércoles, 14 de abril de 2010
sábado, 3 de abril de 2010
edificio imaginario no. 2
Es imposible descifrarlo, básicamente porque no hay un único número que sirva para redondear este edificio.
Su construcción ha consistido, desde el principio y todo el tiempo, en la adición de soluciones parciales para problemas puntuales, y en consecuencia no tiene una forma que se pueda comparar con algo conocido.
Sin tipo, sin lugar, las reglas que lo rigen son tantas, los cruces entre ellas tan intrincados, que es díficil identificarlas. La complejidad en sí misma - ¡mágico principio, infinito patrón! - obra como aglutinante mágico, supliendo la falta de norma.
En las laderas de las ciudades más pobres, y entre las aglomeraciones más primitivas; entre el comercio informal y las alucinaciones más elevadas de los utópicos; en el caos y la violencia y el orden mudo de aquello que no entendemos de la naturaleza; en todo ello podriamos trazar los orígenes de este monstruo, literalmente acéfalo y al mismo tiempo rugiente, a través de las mil bocas de sus mil cabezas.
Ni firme, ni útil, ni bella, su arquitectura no es para este tiempo, ni para los pobres seres que actualmente producen y malviven en lo que tristemente lleva ese nombre; tampoco es para quienes únicamente le pueden poner límites, siendo ellos mismos limitados.
Porque es cierto que la mayoría ha de temer a este extraño engendro, que por lo anárquico solo puede ser despreciado por quienes requieren del orden para saciar un temor ancestral al infinito. La agorafobia del primer ser vertical, la angustia del espacio abierto por fuera de la corta visión del cuadrúpedo y la aversión a lo abstracto descrita por Worringer, inciden en el poco éxito que tiene esta arquitectura entre los más.
Pero, queridos amigos, el edificio imaginario número 2 es promesa, y por ello realidad. Entre las almas más sanas y las mentes más fuertes empieza a aparecer como el único edificio posible; aquel capaz de hablar en idioma conocido, de saciar la sed particular de este tiempo.
Sí, hablo de ese tipo de obra. Una que es pura configuración, únicamente relación.
De ese edificio hablo...
miércoles, 24 de marzo de 2010
edificio imaginario no. 1
En medio de cualquier lugar, preferiblemente uno prosaico y corriente, reposa esta forma. Hablo de forma porque es lo único que es. Forma pura, sin partes ni relaciones entre ellas. Es, en estricto sentido, un único "algo" - bloque, masa, forma de nuevo.
Es especialmente hermoso este edificio, cuando logro imaginármelo cilíndrico, cúbico, esférico; rematando un eje vial, o coronando las cabezas gachas de la arquitectura más triste.
¡Ah, qué bello sería ver esta maravillosa explosión, apareciendo de repente, como de las profundidades infernales, para purificar por medio de deslumbrante cuterización el tejido enfermo y adiposo de un pedazo de esta pobre, pobre ciudad!
¡Qué hermosa sería su caída de cuerpo celeste, sobre las miserias congeladas de una arquitectura estática!
Sí, el edificio imaginario no. 1 vuela. Se detiene en el aire, justo antes de caer, o levita tranquilo inmediatamente después de brotar de la tierra. Vuela, repito, a pesar de su enorme peso. Compacta, esta gema monstruosa se sostiene en el aire, bien sea reflejada sobre el espejo del movimiento (agua), bien posándose lentamente sobre un oscuro cojín de sombras (aire y tierra, al mismo tiempo).
El negro, los reflejos y la transparencia absorben toda la luz del entorno, y la concentran en una superficie previa que anticipa la llegada de este, el objeto por excelencia.
Enfatiza su caracter divino el color excepcional. En mi imaginación, este edificio siempre es dorado. Evidentemente, hablo aquí de un trozo de sol, o de una bola de fuego.
martes, 9 de marzo de 2010
martes, 9 de febrero de 2010
sábado, 6 de febrero de 2010
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