sábado, 11 de junio de 2011

edificio imaginario no. 5

Este pequeño recinto es universal. Suenan en él, eternamente, los acordes de "I can see for miles", de the Who. Y aunque no tiene los reflejos del pabellón alemán, ni las ventanas de la casa de la solterona de Plano (Illinois), es un edificio cuya constitución y figura permite verlo todo.
Pero no se llame a engaño el amable lector, pensando en la inmediata y obvia figura del panóptico de Jeremías Bentham. No, no, no. No es un lugar para el odio, ni para los delincuentes, este kaleidocopio universal. Por el contrario, es un edifico en el cuyo interior, o ante cuya presencia, el amor se torna tan potente, que se comprenden de manera intituiva los actos de todos los demás seres humanos, y en conescuencia es posible ver la miseria general de la especie.
Porque lo corriente es que, incluso los seres amados, las personas en quienes se deposita la más pura de las confianzas, mientan, traicionen y engañen.
Es así, como la forma de esta pequeña construcción sostiene a su habitante incluso ante la mas triste de las decepciones, permitiéndole darse cuenta, en el fondo de su alma, que defender valores nobles frente a la mayoría de los mortales es casi un acto heroico, o una profunda estupidez.
"Veo que me has engañado, pues he aquí una sorpesa / sé que lo has hecho porque hay magia en mis ojos... puedo ver a lo largo de millas y millas". He aquí, en voz de Roger Daltrey, la poderosa capacidad que realmente corresponde a este edificio.

lunes, 1 de noviembre de 2010

martes, 19 de octubre de 2010

edificio imaginario no. 4

En una versión contemporánda de la "arquitectura parlante" de los humanistas franceses del XVIII, nuestro cuarto edificio habla, ¡y vaya si es elocuente! Sin embargo, antes que evidenciar su utilidad práctica a través de una forma que la indique, su gracia consiste en haber aprendido a decir las cosas en un lenguaje nuevo, que hacía falta hacía mucho tiempo.
Como en Babel y su altísima torre, hubo un momento en el que la certeza de una especie de lengua adánica, representada por un principio de orden importante, se diluyó en medio del interés por anteponer la función como guía del proyecto. No fue suficiente, empero, el uso como mensaje, y durante un siglo soportamos la aparición de eficicios cada vez más mudos, ciudades cada vez menos conversadoras.
Tras la caida de la torre, vino la confusión. Algunos optaron por la ventriloquia, y asumieron que tomando voces prestadas podían presentar sus obras como los famosos muñecos de quijada floja y ojos generalmente desorbitados. Otros se sumergierion en las profundidades de la lengua muerta, y aprendieron el difícil arte de la comunicación críptica, del mensaje autónomo y circular.
Entre los edificios mudos, incapaces por uno y otro medio de decir lo que tienen que decir, aparece entonces esta obra maestra, que logra constiutirse en signficado pleno en y por sí misma, revolucionando el lenguaje artquitectónico con una nueva propuesta de orden, que supera función, realismo, racionalismo, y se establece en el presente con un discurso claro que amablemente parece proponernos una nueva conversación. Mas que imaginario, es este el edificio necesario.

lunes, 6 de septiembre de 2010

redes

Una de las más claras reflexiones que he leído recientemente sobre el tema de la red, las conexiones que establecemos en ella (networking) y los portales dedicados a la construcción de vínculos sociales virtuales, es del siempre brillante Juan Gabriel Vásquez, que cada semana nos sorprende con una buena idea y una sólida reflexión en las páginas editoriales de la prensa colombiana. Sin mas, queda pues esta aguda mirada:
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La música ambiental de nuestras vidas
Por: Juan Gabriel Vásquez (publicado en El Espectador, 3 de septiembre de 2010)

El martes pasado, en la Universidad Autónoma de Bucaramanga, un estudiante me preguntó (así, sin anestesia) qué opinaba yo de las redes sociales.

Yo había pensado hasta ahora que esas cuestiones no surgían entre los seres humanos de última generación: que los nacidos en el mundo Facebook veían las redes sociales como una parte natural de su paisaje, y las preguntas sobre estas nuevas maneras de comunicarnos, sobre cómo nos cambian y qué novedades nos traen sobre nosotros mismos, venían siempre de fuera, de los profanos o los escépticos. La pregunta de ese estudiante me demostró que la cosa no es tan así. Y pensé: todavía hay esperanza.

Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes. Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto. Está mal visto decir, por ejemplo, que las redes sociales tienen un lado claramente pueril: ver a cuarentones mandar mensajitos que dicen “quiero ser tu amigo” me parece, más que conmovedor, preocupante. Está mal visto decir que las redes sociales, más que informarnos de lo que hacen los demás, están hechas para que los demás sepan lo que estoy haciendo yo: hay en eso una especie de ansiedad por estar todo el tiempo a la vista, por exhibirse y ser examinados, que se acerca demasiado al narcisismo. Sentimos que sólo existimos mientras los demás nos den prueba de ello: los Twitters y los Facebooks y los como-se-llamen son sólo intentos desesperados por no desaparecer: estoy aquí, también existo, no se olviden de mí.

Es un miedo atávico: el miedo a ser excluidos del grupo, el gregario miedo a estar únicamente con nosotros mismos. Las redes sociales son la manera más sofisticada que hemos inventado de paliar ese miedo, o de desterrarlo de nuestra rutina diaria. Lo cual no es de sorprenderse en una sociedad que le ha declarado la guerra a la soledad, donde los solitarios son señalados con el dedo y se trata por todos los medios de devolverlos al redil que sea, el de la religión, el del partido, el del gremio, el de los fans de cualquier cosa: fans de Obama, fans de Larissa Riquelme, fans de las aceitunas con anchoa. Sólo haciendo ruido constante nos sentimos vivos, sólo diciendo todo el tiempo quiénes somos, qué nos gusta, cómo estamos (felices, melancólicos). Eso necesitamos: el ruido, el ruido de nuestras vidas.

Y ésa es otra guerra contemporánea: la guerra al silencio. La gente no se queda callada: guardar silencio es impensable, como si callarse un segundo fuera desaparecer, perder nuestra carta de identidad, que consiste en estar comunicándonos. Los celulares sobre la mesa, la búsqueda desesperada del wi-fi, los pulgares moviéndose frenéticamente, la ansiedad por volver a estar en línea lo antes posible (y decir algo sobre los demás, y ver lo que los demás han dicho de mí): estar incomunicado, estar en silencio, es nuestra mayor fuente de inquietud o de angustia o de franco desasosiego. No por nada somos el mundo de la música ambiental, la única de la historia que ha sido inventada deliberadamente para que nadie la escuche, compuesta para que uno no tenga la sensación de estar solo o en silencio. Y se me ocurre que tal vez las glorificadas redes sociales no sean más que eso: la música ambiental de nuestras vidas.