lunes, 1 de junio de 2009

En un punto, del tamaño de la cabeza de un alfiler, confluyen cientos de líneas que azarosamente han cruzado el universo en mil direcciones.
Cada persona, cada evento (pasado, presente, futuro), ha marcado su paso por este lugar, dejando tras de sí una de estas líneas; creando un haz (es difícil saber de qué clase, en realidad) a su alrededor; marcando una especie de camino que indica una dirección particular.
No vemos estas cosas. Nos desbordan, como nos supera cualquier luz que vibre por debajo del rojo o por encima del violeta; como somos incapaces de asir cientos de olores perceptibles para los perros, el tenue ruido que dirige a los murciélagos o la mágica capacidad que las plantas tienen para comerse la luz.
Pero las líneas existen, poderosas y claras, aún a pesar de nuestra infinita ignorancia.
Eventualmente se cruzan, confluyen en un punto, en un lugar minúsculo, que llamamos instante. Es entonces cuando, sorprendidos, creemos que el destino ha actuado de manera misteriosa, y llenos de temor nos entregamos a un triste destino.
Irresponsables, débiles, incapaces de entender un mundo que decidimos asumir como algo extraño, ocultamos nuestra miseria tras la cómoda disculpa de la fe.

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